27 de agosto de 2005
25 de agosto de 2005
No again
No morderás de nuevo mi mano,
no ofenderás mi boca con tus besos
no perderé mi tiempo
ni mis ojos en tu piel.
No volverán mis relatos
a dibujar sonrisas
en tu rostro
ni habrá un mínimo
espacio en mi alma
para tu pena.
no ofenderás mi boca con tus besos
no perderé mi tiempo
ni mis ojos en tu piel.
No volverán mis relatos
a dibujar sonrisas
en tu rostro
ni habrá un mínimo
espacio en mi alma
para tu pena.
15 de agosto de 2005
La Canción de Sycorax
“Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio!. Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma”
Alejandra Pizarnik.
Sycorax
Cada atardecer regresa a mí el silencio,
las noches extensas de la Patagonia,
los guanacos, los fuegos,
los ritos ordenados por mi padre Setebos,
los grandes festivales
en que la tribu preparaba mi boda y mi sacrificio
para nivelar las mareas y calmar las tempestades.
Una madrugada en que el viento
avisaba las iras cielo,
una tropa de hombres con barba
llegó a mi aldea.
Entre explosiones, murieron mis mayores,
mis hermanos, mi Patria.
Como esclava, fui conducida a las
costas de Africa.
Por dos meses me alimenté con
leche de hombre;
aprendí los abismos del odio,
los argumentos de la magia,
el balanceo constante del mar.
Próspero.
En Orán, cerca del país que fue Cártago;
ella fue vendida a Diótima,
Sacerdotisa Secreta del antiguo templo
de Troya.
Con ella, aprendió el arte de crear amores,
combinando el rocío de las flores y el rumor
cristalino de las piedras en el manantial.
Así, aprendió a sonreír,
conoció los lenguajes de la libertad,
dominó los misterios del canto
y en las aguas transparentes
del verano, ellas, las reinas de la vida,
copularon con delfines
y desafiaron los límites del placer
teniendo por único abrigo,
la espuma orgullosa
del mar.
Ariel, el genio del viento,
padre de todas las tormentas
magallánicas, el joven dios que la
esperaba en holocausto, siguió el aroma
de Sycorax hasta aquellas aguas
ondulantes de placer.
En su viaje, recogió de cada país
las mejores flores y escribió con sus
pétalos el horizonte para decirle
al tiempo y al mundo,
que su único amor,
su princesa
y su vida
era Sycorax.
Un año entero duró el romance,
hasta que una noche calurosa, cuando
la luna anunciaba la marea de zarpe,
la brisa poderosa de aquellas aguas
llevó hasta Sycorax, de retorno,
el veneno del rencor.
La risa de aquellos rufianes era inconfundible
y su barco estaba a punto de partir a España
cargado de dátiles, perfumes y aceitunas.
Sycorax
Fue entonces que puse mis pies sobre el viento
y rogué por todos los medios a Ariel,
para contar con sus poderes en mi revancha.
Sin embargo, el delicado genio de las tempestades no
quiso ayudarme, por lo que me ví obligada
a derramar vino sobre mi cuerpo
y elevar mis oraciones a Setebos
para cumplir el destino,
el rito, la venganza.
Entregué mi amor en sacrificio
y las fuerzas del abismo me escucharon.
Doce terremotos desolaron la ciudad;
las mareas suspendieron su ciclo por un
año y la copa de mi veneno
fue apagando la vida de cada uno
de aquellos monstruos.
De esos festines de odio;
surgió Calibán, mi extraño hijo,
a quien, para proteger del mundo,
nunca, nunca, enseñé a hablar.
El resto de la historia es conocida.
Los hombres del desierto
comprendieron, y vino la prisión,
el destierro,
el llanto de Ariel,
encerrado en un pino.
Alejandra Pizarnik.
Sycorax
Cada atardecer regresa a mí el silencio,
las noches extensas de la Patagonia,
los guanacos, los fuegos,
los ritos ordenados por mi padre Setebos,
los grandes festivales
en que la tribu preparaba mi boda y mi sacrificio
para nivelar las mareas y calmar las tempestades.
Una madrugada en que el viento
avisaba las iras cielo,
una tropa de hombres con barba
llegó a mi aldea.
Entre explosiones, murieron mis mayores,
mis hermanos, mi Patria.
Como esclava, fui conducida a las
costas de Africa.
Por dos meses me alimenté con
leche de hombre;
aprendí los abismos del odio,
los argumentos de la magia,
el balanceo constante del mar.
Próspero.
En Orán, cerca del país que fue Cártago;
ella fue vendida a Diótima,
Sacerdotisa Secreta del antiguo templo
de Troya.
Con ella, aprendió el arte de crear amores,
combinando el rocío de las flores y el rumor
cristalino de las piedras en el manantial.
Así, aprendió a sonreír,
conoció los lenguajes de la libertad,
dominó los misterios del canto
y en las aguas transparentes
del verano, ellas, las reinas de la vida,
copularon con delfines
y desafiaron los límites del placer
teniendo por único abrigo,
la espuma orgullosa
del mar.
Ariel, el genio del viento,
padre de todas las tormentas
magallánicas, el joven dios que la
esperaba en holocausto, siguió el aroma
de Sycorax hasta aquellas aguas
ondulantes de placer.
En su viaje, recogió de cada país
las mejores flores y escribió con sus
pétalos el horizonte para decirle
al tiempo y al mundo,
que su único amor,
su princesa
y su vida
era Sycorax.
Un año entero duró el romance,
hasta que una noche calurosa, cuando
la luna anunciaba la marea de zarpe,
la brisa poderosa de aquellas aguas
llevó hasta Sycorax, de retorno,
el veneno del rencor.
La risa de aquellos rufianes era inconfundible
y su barco estaba a punto de partir a España
cargado de dátiles, perfumes y aceitunas.
Sycorax
Fue entonces que puse mis pies sobre el viento
y rogué por todos los medios a Ariel,
para contar con sus poderes en mi revancha.
Sin embargo, el delicado genio de las tempestades no
quiso ayudarme, por lo que me ví obligada
a derramar vino sobre mi cuerpo
y elevar mis oraciones a Setebos
para cumplir el destino,
el rito, la venganza.
Entregué mi amor en sacrificio
y las fuerzas del abismo me escucharon.
Doce terremotos desolaron la ciudad;
las mareas suspendieron su ciclo por un
año y la copa de mi veneno
fue apagando la vida de cada uno
de aquellos monstruos.
De esos festines de odio;
surgió Calibán, mi extraño hijo,
a quien, para proteger del mundo,
nunca, nunca, enseñé a hablar.
El resto de la historia es conocida.
Los hombres del desierto
comprendieron, y vino la prisión,
el destierro,
el llanto de Ariel,
encerrado en un pino.
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