28 de julio de 2005
21 de julio de 2005
The tempest
Este sábado, viajaremos a ver "La Tempestad", en la versión que presenta la Escuela de Teatro de la Universidad Mayor.
Ocurre que estamos preparando una puesta en escena amateur del clásico de W.S. y será útil para los actores observar la versión que lidera Tito Noguera.
Partiremos el sábado, luego de almorzar reineta con papas gratinadas.
10 de julio de 2005
Siempre nos quedará Paris
El último afrancesado
© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2005.
EL PAÍS - Opinión - 10-07-2005
Apenas entré a La Hune, la librería del Boulevard St. Germain escurrida a medio camino de Le Flore y Les Deux Magots, lo vi. Estaba estratégicamente colocado entre los estantes del fondo, donde era menos visible a los empleados del local, simulando echar un vistazo a la mesa de las novedades, pero, en verdad, leyendo un libro. Aunque hacía por lo menos veinte años que no lo veía, lo reconocí al instante. Ya en la época en que nos encontramos la última vez, por los años ochenta, había perfeccionado su técnica para vivir sin un centavo ni sablear a nadie, y, además de otras originalidades, pasarse varias horas leyendo el mismo libro, saltando de una a otra librería de París.
Debe de tener unos 87 u 88 años, según mis cálculos, aunque en su pasaporte, que por coqueto hizo amañar para vivir en eterna juventud, figura como si tuviera veinte menos. Discretamente lo observo y me maravilla lo bien que se conserva. Esbelto, muy bien rasurado, lleva short y sandalias y una camisita deportiva que deja parte de su pecho y sus brazos desnudos. Si esos cabellos tan bien asentados son un bisoñé o no, no hay manera de saberlo. Una de las muchas leyendas que circulaban sobre él era que, una vez, en la playa de La Herradura, en Lima, un olón que lo revolcó lo dejó calvo y que así el mundo supo que llevaba peluca. Si es cierto, nadie lo diría: ese bisoñé que diviso ya se ha hecho carne de su carne y pertenece a su cuerpo tanto como sus huesos y su nariz aquilina. Su técnica para leer de gorra es impecable. Está profundamente concentrado en el libro que lee -más tarde descubriré que es un ensayo sobre Wittgenstein-, pero, al mismo tiempo, cada cierto rato se mueve un poco para disimular y su mano libre finge interesarse por uno de los títulos expuestos sobre el tablero, y lo mueve y cambia de lugar, con mucha parsimonia.
Digamos que se llama Alejandro. Cuando lo conocí, en los años sesenta, aquí mismo, en París, era ya una leyenda viviente. Acababa, creo, de ser víctima del famoso atraco de los fondos mutuos, en Lima, una estafa descomunal en que muchos ahorristas peruanos perdieron hasta la camisa. Alejandro fue un de ellos. Era un ingeniero calculista, muy competente al parecer, que trabajaba como una hormiga para poder pasar todas sus vacaciones en París, yendo al teatro, a la ópera, a las exposiciones, a los conciertos y comprándose libros. Porque fue siempre un apasionado de Francia, en todas sus manifestaciones culturales. No un creador, sino un consumidor incansable y ávido de cultura francesa.
Cuando perdió hasta el último centavo en el timo de los fondos mutuos, tomó una decisión audaz: quedarse para siempre en París, estimando, sin duda, que si no tenía más remedio que morirse de hambre, era preferible dejar el pellejo en su amada París antes que en Lima. Alquiló entonces una chambre de bonne minúscula en el octavo piso de un edificio sin ascensor, donde, según mis informes, vive todavía. Tal vez esos ocho pisos que sube y baja por lo menos dos veces al día son el secreto de su esbeltez y su excelente salud. Nadie lo oyó quejarse nunca del quebranto económico que hizo de él un pobre de solemnidad. Nadie ha oído jamás a Alejandro quejarse de lo duro que debió de ser sobrevivir medio siglo en París sin un centavo en el bolsillo. Alejandro jamás le pidió prestado un cobre a ningún mortal. No creo que alguien haya oído a Alejandro quejarse nunca de nada; por el contrario, todos quienes han conversado con él se han sentido siempre contagiados de su alegría de vivir, de su entusiasmo ante las cosas hermosas que ofrece a los espíritus sensibles su entrañable París. Y no hay revista o agencia de turismo o maître de hotel que pueda, como Alejandro, recomendar mejor el espectáculo, la película, el recital, el restaurante, la boîte, la pasarela o el concierto que es indispensable ver, oír o paladear si uno pasa por París, so pena de lesa cultura.
¿Cómo se las arregla para ver todas esas cosas que ve y hacer todo que hace? Gracias a una credencial de periodista cultural que le extendió un diario de Lima y que debe de ser ya casi ilegible después de tantas décadas de manoseo. Pero, gracias a ella, Alejandro recibe invitaciones a todos los estrenos, a todas las inauguraciones y asiste a los ensayos generales de las óperas y los conciertos, en los que, además, como crítico, le regalan siempre los programas y lo sientan en asientos privilegiados.
¿Y cómo hace Alejandro, además de alimentar a su espíritu de esa ingeniosa manera, para aplacar también, siquiera mínimamente, los aullidos de hambre de su estómago? A juzgar por su envidiable delgadez -desde que entré a La Hune lo he visto desplazarse ya, pasito a paso, por media librería, sin quitar los ojos del libro en el que está zambullido-, debe de ser un hombre frugal, un asceta. Antes, lo invitaban mucho los peruanos acomodados que pasaban por París y a quienes él piloteaba por los museos y teatros, y les sacaba entradas y les hacía reservas y ayudaba a comprar buenos libros y valiosos cuadros. Nunca nadie se hubiera atrevido a ofrecerle dinero a ese gentilhombre incorrompible que es Alejandro, pero, en cambio, todos sabían que aceptaba de buena gana ser invitado a un restaurante de lujo, en el que él, además, escogería el vino y discriminaría, con el gusto de un exquisito gourmet, entre los manjares del menú. Tal vez, como los camellos, Alejandro ha perfeccionado el arte de conservar en el estómago parte de aquellos banquetes, para rumiar esas reservas en tiempos de vacas flacas.
Pero la mayor parte de esos amigos tagarotes que lo invitaban ya se han muerto, o son unas ruinas humanas incapaces de viajar, de modo que, me imagino, Alejandro depende ahora, sobre todo, para procurarse las calorías indispensables, de las invitaciones de las amistades que ha ido enhebrando en este medio siglo de vida picaresca parisina que tiene a las espaldas. Lo adivino muy bien recorriendo regularmente una serie de casas de reliquias vivientes, en Passy o Neuilly, donde es recibido con entusiasmo a la hora del té por lo ameno y elevado de su conversación.
Nunca conocí su chambre de bonne, pero me imagino esa diminuta y elevada buhardilla tan inmaculadamente aseada y ordenada como su persona. No hay duda de que plancha él mismo su ropa ¿Quién lo haría, si no? Ese short y esa camisita que lleva ahora no tienen una mancha ni una arruga, parecen re-cién sacados de esas lavanderías para millonarios que además de lavar, planchar y almidonar la ropa, la perfuman y la embalsaman.
¿Habrá tenido miedo alguna vez a la muerte una persona tan solitaria como Alejandro? Meto mis manos al fuego que jamás de los jamases. Apuesto que la espera con la tranquila indiferencia de quien sabe que es una estupidez rebelarse contra lo irremediable. Por lo demás, sé también que desde hace cuatro décadas tiene consigo unas pastillas que le evitarán lo que a él, que es un caballero y un esteta, de verás lo horroriza: no la muerte, sino una agonía indigna, babosa y gagá. Para eso lleva esas pastillas que, apenas advierta la cercanía de la decadencia, se tragará con un vaso de agua sin el más mínimo temblor del pulso, lo que le asegurará un tránsito rápido, tranquilo y elegante. Su problema, si mal no recuerdo, era que esas pastillas tenían fecha de caducidad, y que cada vez que caducaban, le costaba más trabajo obtener la receta médica necesaria para actualizarlas. Pero estoy seguro que su ilimitado ingenio ha resuelto también ese problema.
¿Por qué Alejandro prefiere leer en librerías, arriesgándose a que le llamen la atención o lo echen, en vez de hacerlo en las bibliotecas públicas, que suelen ser gratuitas? Tal vez porque ese riesgo le gusta tanto como los libros, tal vez porque ese peligro añade un poco de condimento a sus lecturas, o tal vez, más pedestremente, porque a Alejandro le gusta leer los libros de actualidad, recién salidos de la imprenta, sin esperar que pasen los meses o años que tardan las novedades en alcanzar los anaqueles de las bibliotecas públicas.
Cuando, por fin, me decido a interrumpir su lectura para saludarlo, me reconoce de inmediato. Me estrecha la mano caluroso, me pregunta por mi familia y mi trabajo y alude al lejanísimo país del que venimos. Sonríe, con la amabilidad de siempre, y me recomienda el ensayo sobre Wittgenstein que está leyendo. "Aunque por el tema no lo parezca, también está lleno de humor", me precisa. Y, es verdad, mientras lo espiaba varias veces lo he visto sonreír, divertido. Ya ha dado casi la vuelta completa a La Hune, de manera que probablemente no terminará de leer este libro hoy día. Tal vez vaya a terminarlo en la librería del FNAC, que está cerca, en la Rue de Rennes, o se guarde la curiosidad hasta mañana. Porque Alejandro lee los libros por capítulos, como otros ven telenovelas.
Si hubiera justicia en este mundo, el Estado francés debería condecorar a Alejandro y concederle una pensión vitalicia en agradecimiento por los servicios que ha prestado a la cultura francesa. Nadie ha mantenido tanto como él, a costa de tantos ímprobos esfuerzos, el mito de que París es la capital de la cultura universal, el faro del espíritu, el Partenón moderno de las ideas y las artes. Lo ha hecho a lo largo de toda su vida, con total desinterés y sin costarles una perra gorda a los contribuyentes franceses, por puro amor a la France éternelle, la de sus pensadores, poetas, prosistas y artistas. Y debía de hacerlo, además, porque, tal como van las cosas, me temo que ya no queden muchos de su estirpe, que acaso Alejandro sea el último afrancesado.
© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2005.
EL PAÍS - Opinión - 10-07-2005
Apenas entré a La Hune, la librería del Boulevard St. Germain escurrida a medio camino de Le Flore y Les Deux Magots, lo vi. Estaba estratégicamente colocado entre los estantes del fondo, donde era menos visible a los empleados del local, simulando echar un vistazo a la mesa de las novedades, pero, en verdad, leyendo un libro. Aunque hacía por lo menos veinte años que no lo veía, lo reconocí al instante. Ya en la época en que nos encontramos la última vez, por los años ochenta, había perfeccionado su técnica para vivir sin un centavo ni sablear a nadie, y, además de otras originalidades, pasarse varias horas leyendo el mismo libro, saltando de una a otra librería de París.
Debe de tener unos 87 u 88 años, según mis cálculos, aunque en su pasaporte, que por coqueto hizo amañar para vivir en eterna juventud, figura como si tuviera veinte menos. Discretamente lo observo y me maravilla lo bien que se conserva. Esbelto, muy bien rasurado, lleva short y sandalias y una camisita deportiva que deja parte de su pecho y sus brazos desnudos. Si esos cabellos tan bien asentados son un bisoñé o no, no hay manera de saberlo. Una de las muchas leyendas que circulaban sobre él era que, una vez, en la playa de La Herradura, en Lima, un olón que lo revolcó lo dejó calvo y que así el mundo supo que llevaba peluca. Si es cierto, nadie lo diría: ese bisoñé que diviso ya se ha hecho carne de su carne y pertenece a su cuerpo tanto como sus huesos y su nariz aquilina. Su técnica para leer de gorra es impecable. Está profundamente concentrado en el libro que lee -más tarde descubriré que es un ensayo sobre Wittgenstein-, pero, al mismo tiempo, cada cierto rato se mueve un poco para disimular y su mano libre finge interesarse por uno de los títulos expuestos sobre el tablero, y lo mueve y cambia de lugar, con mucha parsimonia.
Digamos que se llama Alejandro. Cuando lo conocí, en los años sesenta, aquí mismo, en París, era ya una leyenda viviente. Acababa, creo, de ser víctima del famoso atraco de los fondos mutuos, en Lima, una estafa descomunal en que muchos ahorristas peruanos perdieron hasta la camisa. Alejandro fue un de ellos. Era un ingeniero calculista, muy competente al parecer, que trabajaba como una hormiga para poder pasar todas sus vacaciones en París, yendo al teatro, a la ópera, a las exposiciones, a los conciertos y comprándose libros. Porque fue siempre un apasionado de Francia, en todas sus manifestaciones culturales. No un creador, sino un consumidor incansable y ávido de cultura francesa.
Cuando perdió hasta el último centavo en el timo de los fondos mutuos, tomó una decisión audaz: quedarse para siempre en París, estimando, sin duda, que si no tenía más remedio que morirse de hambre, era preferible dejar el pellejo en su amada París antes que en Lima. Alquiló entonces una chambre de bonne minúscula en el octavo piso de un edificio sin ascensor, donde, según mis informes, vive todavía. Tal vez esos ocho pisos que sube y baja por lo menos dos veces al día son el secreto de su esbeltez y su excelente salud. Nadie lo oyó quejarse nunca del quebranto económico que hizo de él un pobre de solemnidad. Nadie ha oído jamás a Alejandro quejarse de lo duro que debió de ser sobrevivir medio siglo en París sin un centavo en el bolsillo. Alejandro jamás le pidió prestado un cobre a ningún mortal. No creo que alguien haya oído a Alejandro quejarse nunca de nada; por el contrario, todos quienes han conversado con él se han sentido siempre contagiados de su alegría de vivir, de su entusiasmo ante las cosas hermosas que ofrece a los espíritus sensibles su entrañable París. Y no hay revista o agencia de turismo o maître de hotel que pueda, como Alejandro, recomendar mejor el espectáculo, la película, el recital, el restaurante, la boîte, la pasarela o el concierto que es indispensable ver, oír o paladear si uno pasa por París, so pena de lesa cultura.
¿Cómo se las arregla para ver todas esas cosas que ve y hacer todo que hace? Gracias a una credencial de periodista cultural que le extendió un diario de Lima y que debe de ser ya casi ilegible después de tantas décadas de manoseo. Pero, gracias a ella, Alejandro recibe invitaciones a todos los estrenos, a todas las inauguraciones y asiste a los ensayos generales de las óperas y los conciertos, en los que, además, como crítico, le regalan siempre los programas y lo sientan en asientos privilegiados.
¿Y cómo hace Alejandro, además de alimentar a su espíritu de esa ingeniosa manera, para aplacar también, siquiera mínimamente, los aullidos de hambre de su estómago? A juzgar por su envidiable delgadez -desde que entré a La Hune lo he visto desplazarse ya, pasito a paso, por media librería, sin quitar los ojos del libro en el que está zambullido-, debe de ser un hombre frugal, un asceta. Antes, lo invitaban mucho los peruanos acomodados que pasaban por París y a quienes él piloteaba por los museos y teatros, y les sacaba entradas y les hacía reservas y ayudaba a comprar buenos libros y valiosos cuadros. Nunca nadie se hubiera atrevido a ofrecerle dinero a ese gentilhombre incorrompible que es Alejandro, pero, en cambio, todos sabían que aceptaba de buena gana ser invitado a un restaurante de lujo, en el que él, además, escogería el vino y discriminaría, con el gusto de un exquisito gourmet, entre los manjares del menú. Tal vez, como los camellos, Alejandro ha perfeccionado el arte de conservar en el estómago parte de aquellos banquetes, para rumiar esas reservas en tiempos de vacas flacas.
Pero la mayor parte de esos amigos tagarotes que lo invitaban ya se han muerto, o son unas ruinas humanas incapaces de viajar, de modo que, me imagino, Alejandro depende ahora, sobre todo, para procurarse las calorías indispensables, de las invitaciones de las amistades que ha ido enhebrando en este medio siglo de vida picaresca parisina que tiene a las espaldas. Lo adivino muy bien recorriendo regularmente una serie de casas de reliquias vivientes, en Passy o Neuilly, donde es recibido con entusiasmo a la hora del té por lo ameno y elevado de su conversación.
Nunca conocí su chambre de bonne, pero me imagino esa diminuta y elevada buhardilla tan inmaculadamente aseada y ordenada como su persona. No hay duda de que plancha él mismo su ropa ¿Quién lo haría, si no? Ese short y esa camisita que lleva ahora no tienen una mancha ni una arruga, parecen re-cién sacados de esas lavanderías para millonarios que además de lavar, planchar y almidonar la ropa, la perfuman y la embalsaman.
¿Habrá tenido miedo alguna vez a la muerte una persona tan solitaria como Alejandro? Meto mis manos al fuego que jamás de los jamases. Apuesto que la espera con la tranquila indiferencia de quien sabe que es una estupidez rebelarse contra lo irremediable. Por lo demás, sé también que desde hace cuatro décadas tiene consigo unas pastillas que le evitarán lo que a él, que es un caballero y un esteta, de verás lo horroriza: no la muerte, sino una agonía indigna, babosa y gagá. Para eso lleva esas pastillas que, apenas advierta la cercanía de la decadencia, se tragará con un vaso de agua sin el más mínimo temblor del pulso, lo que le asegurará un tránsito rápido, tranquilo y elegante. Su problema, si mal no recuerdo, era que esas pastillas tenían fecha de caducidad, y que cada vez que caducaban, le costaba más trabajo obtener la receta médica necesaria para actualizarlas. Pero estoy seguro que su ilimitado ingenio ha resuelto también ese problema.
¿Por qué Alejandro prefiere leer en librerías, arriesgándose a que le llamen la atención o lo echen, en vez de hacerlo en las bibliotecas públicas, que suelen ser gratuitas? Tal vez porque ese riesgo le gusta tanto como los libros, tal vez porque ese peligro añade un poco de condimento a sus lecturas, o tal vez, más pedestremente, porque a Alejandro le gusta leer los libros de actualidad, recién salidos de la imprenta, sin esperar que pasen los meses o años que tardan las novedades en alcanzar los anaqueles de las bibliotecas públicas.
Cuando, por fin, me decido a interrumpir su lectura para saludarlo, me reconoce de inmediato. Me estrecha la mano caluroso, me pregunta por mi familia y mi trabajo y alude al lejanísimo país del que venimos. Sonríe, con la amabilidad de siempre, y me recomienda el ensayo sobre Wittgenstein que está leyendo. "Aunque por el tema no lo parezca, también está lleno de humor", me precisa. Y, es verdad, mientras lo espiaba varias veces lo he visto sonreír, divertido. Ya ha dado casi la vuelta completa a La Hune, de manera que probablemente no terminará de leer este libro hoy día. Tal vez vaya a terminarlo en la librería del FNAC, que está cerca, en la Rue de Rennes, o se guarde la curiosidad hasta mañana. Porque Alejandro lee los libros por capítulos, como otros ven telenovelas.
Si hubiera justicia en este mundo, el Estado francés debería condecorar a Alejandro y concederle una pensión vitalicia en agradecimiento por los servicios que ha prestado a la cultura francesa. Nadie ha mantenido tanto como él, a costa de tantos ímprobos esfuerzos, el mito de que París es la capital de la cultura universal, el faro del espíritu, el Partenón moderno de las ideas y las artes. Lo ha hecho a lo largo de toda su vida, con total desinterés y sin costarles una perra gorda a los contribuyentes franceses, por puro amor a la France éternelle, la de sus pensadores, poetas, prosistas y artistas. Y debía de hacerlo, además, porque, tal como van las cosas, me temo que ya no queden muchos de su estirpe, que acaso Alejandro sea el último afrancesado.
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